jueves, 7 de abril de 2011

¿Por qué no obedecen?

Cuando hablamos de obediencia de un niño o de cualquier persona, tenemos que estudiar primero el propio término de obediencia y como no, el de autoridad. Ya que sólo se obedece a alguien que detente cierta autoridad. Para continuar deberemos establecer que significan estos dos significantes y que conlleva cada uno de ellos. A lo largo dela historia hemos visto situaciones de obediencia ciega, producidas en momentos especiales. Existe un experimento ya clásico en esta materia. El psicólogo Stanley Milgram1 (1961): trató de demostrar si una persona era capaz de hacer daño a otra obedeciendo órdenes. Tenían que hacer peguntas sencillas a otro participante en el experimento, si no sabía la respuesta, administraba una pequeña descarga eléctrica cada vez más fuerte. Las descargas eran simuladas, el que supuestamente las recibía, era un actor que no se callaba y se oía como manifestaba dolor. Pero aún así, se continuaba hasta que el sujeto que producía las descargas, se plantaba o llegaba hasta el final. El propio Milgram, se sorprendió de los resultados: en el 61 % de los casos, se llegaba hasta el final, una descarga de 450 voltios, obedeciendo a una autoridad de bata blanca que no conocían. El ser humano puede ser muy obediente. (El experimento fue realizado en 1961 en la Universidad de Yale.)

En este tipo de obediencia se basan los estamentos militares, en los que se utiliza dentro de una cadena de mando piramidal. Pero ¿qué pasaría si se cuestionaran las órdenes establecidas por los mandos superiores?. Podría pasar como la reciente revolución en el mundo árabe, donde el ejército ha permitido una revuelta pacífica del pueblo en búsqueda de libertad. Excepto en Libia, donde ciertas facciones del ejército continúan leales al dictador Gadafi, y ello está ocasionando una guerra civil. Gadafi cuya autoridad para un sector armado, es capaz de mandarlos hasta la muerte (aunque hayan también numerosos mercenarios) y para otros es una autoridad cuestionada.
Autoridad curiosamente viene del vocablo autoritas, y significa el que funda, el que crea, o mejor el que tiene la autoría. La autoridad se otorga al autor, al que tiene la autoría y por tanto conoce la obra. Es el que más sabe sobre ella, porque el mismo ha sido el creador y por tanto le concede la máxima autoridad de conocimiento. Aparece por tanto la ligazón del saber unido a la autoridad. Se le confiere autoridad al que sabe. Esto es fácil de comprobar cuando buscamos a un médico para que nos cure, porque le atribuimos un conocimiento, un saber sobre nuestro malestar. Si algo no nos convenciera, acudiríamos a otro médico al que atribuyéramos todavía más saber, puesto que nos jugamos mucho, ya que podemos poner nuestra vida, o la de nuestros hijos en sus manos, por esa confianza especial. De todo esto se deduce que obedecemos (ciegamente) a aquella persona dotado de sabiduría. Este saber le confiere una autoridad sobre un determinado tema.
Los alumnos según este razonamiento, seguirán al profesor, le escucharán y le obedecerán, si lo consideran con autoridad, es decir si sabe de lo que enseña, si tiene autoridad sobre la materia. Para fortalecer esta relación transferencial, se puede añadir la autoridad moral y cierta pasión por transmitir (un saber). Esto hace que aumente el interés y el convencimiento. Es muy poco convincente cuando alguien trata de explicarnos algo sobre lo que tiene dudas.

Los problemas empezarán a surgir cuando se cuestione esta autoridad. Entonces podremos recurrir a otra persona erudita, como en el ejemplo del médico o de un profesor mejor. Pero ¿qué pasa cuando se trata de nosotros como padres o educadores?. En este caso el cambio no solo no es posible, sino que además la sociedad pone en cuestión esta autoridad en muchas ocasiones, por ejemplo cuando se considera que puede ser abusiva, ya que la autoridad proporciona un poder muy basto, y que puede llevar a un abuso.

Para ello se necesita algo que regule este poder, en forma de ley, que limite la autoridad. Y para que esta ley pueda funcionar, y pueda ser respetada, tiene que ser consensuada, en forma de base, de constitución de un status básico mínimo. De esta forma podrá ser acatada por todos, ya que se comprende su fundamento y se comprende por qué existe, ya que sin ella sería difícil la convivencia.

¿A donde quiero llegar con todo este desarrollo?, simplemente a conseguir que existan las condiciones mínimas donde cualquier sujeto pueda crecer, en libertad, donde pueda desarrollar todas sus capacidades, con la mínima represión. Con unas autoridades democráticas, obedecerá una ley que considera justa, en la que ha participado, la misma para todos, y cuando surja un problema este se podrá hablar y llegar a una solución, sin necesidad de malos entendidos, abusos de poder, o castigos.

El lector o lectora, llegará hasta este punto observando con facilidad, que las cosas no suceden siempre de esta forma tan correcta, se producen desajustes, y nos volvemos a encontrar con niños que no entran en razones, guiados por su propio goce, y siguen sin hacer caso. Para que haga caso como se dice coloquialmente, este sujeto tiene que comprender la norma y haberla interiorizado; esto se puede producir a partir de los 5 años, donde se constituye el superyó. La renuncia a determinada conducta que se siente como placentera, se produce en un segundo momento cuando esta puede conllevar la pérdida de amor de la persona querida (los padres, educadores), es un momento en el que se interioriza la prohibición y empieza a actuar la propia conciencia moral del sujeto, heredera de la moral paterna. Entonces puede surgir la culpa, el
autorreproche o incluso el autocastigo. Desde una edad muy temprana el niño sabe lo que está bien y lo que está mal por nuestras reacciones, su propia experimentación y las reacciones sociales.

Este punto es importante ya que si el niño es capaz de interiorizar estas prohibiciones, podrá en sentido positivo, tener unos hábitos saludables, podrá también saber organizar su tiempo, sus tareas... En cambio si este “orden” familiar no existe, si la ley no se establece claramente o se transgrede fácilmente, el sujeto infantil se guiará en mayor medida por su goce, tratando de conseguir las cosas de forma más placentera y rechazando lo que no le guste, o no le produzca placer. Rechazará fácilmente las normas que se traten de imponer.

El cambio drástico a una institución de protección posibilitará un corte en su forma de actuar, pero tendrá que pasar bastante tiempo para que el sujeto pueda aceptar un cambio, que no verá en un primer momento,
puesto que se le está impidiendo funcionar a su gusto.

En este punto, es el momento de plantearse dos posturas: 1. Si queremos

La segunda postura nos lleva a un camino que a veces puede parecer más largo, pero la diferencia está en que se basa en el individuo, en su bienestar, no en el nuestro. Tratamos de que el sujeto pueda tomar conciencia, ya que es un niño, con cierta capacidad de razonar, de su propia situación, y de que el cambio va a beneficiarle a él en primer lugar, porque va a poder relacionarse con los demás, con una mayor aceptación, y que va a poder reencontrarse consigo mismo. Para ello no hará falta el adiestramiento en base a los premios y los castigos, se basará en la comunicación en el lenguaje, en la empatía, tendremos que entenderle. Se basará en una buena relación afectiva, donde reciba por lo menos parte del cariño, que en el mundo de las carencias donde había vivido

modificar la conducta, ¿en beneficio de quién?, habría que pensar. Si es en beneficio de la institución, en beneficio de los padres o educadores, para que estén más tranquilos, etc. Entonces tendremos que recurrir al adiestramiento, usaremos los refuerzos positivos y negativos, los premios y los castigos, para conseguir que el sujeto sepa sentarse o llevar conductas correctas, de la misma forma que educamos a un perrito, a hacer pis fuera de casa, o que no ladre, etc. no tuvo.  (Hay niños que vienen de familias sin problemas económicos, pero que no por ello, también adolecen de cariño, puesto que haber tenido más juguetes, sin atención paterna, no es suficiente).
Esta forma de relacionarse con él, establece ya de entrada un cambio importante, puesto que el niño no está acostumbrado a que se le escuche, a que se tenga en cuenta su opinión, sus deseos. Posteriormente se le irá
iniciando en una ley, en unas normas de convivencia necesarias, para que cada sujeto respete al otro, teniendo en cuenta su palabra. Poco a poco ya que se ha establecido un lugar, una vía de lenguaje, de palabra, hablará y no tendrá que gritar o pasar al acto, para que se le escuche. Podrá manifestar en distintos lugares, su malestar, sus miedos, sus logros, etc. Y también aprender a atender el de los demás, apreciar al otro y el marco que posibilita la expresión de todo ello.
 
No obstante de vez en cuando, sobre todo en las primeras semanas, aflorarán sus temores, y sus intentos de conseguir su placer, acostumbrado a salirse con la suya. Ante esta conducta tendrá como respuesta principal, la indiferencia; observará que esta forma de actuar no es rentable, no obtiene placer y se irá evaporando, además de distanciarse de los otros, que le hará sentirse mal. Repetirá actuaciones (puestas en
acto) para entender como funciona la ley, tratará de transgredirla para comprobar que ello tiene consecuencias, no como antes en su familia. En este sentido es el único interés del castigo. Cuando se agotan las vías de la palabra, la institución actúa sancionando a la persona que infringe la ley, para demostrar que la infracción sí tiene consecuencias. En este punto muchos educadores piensan que el castigo es necesario y básico en la educación. Yo lo plantearía como un mal necesario, es decir cuando recurrimos al castigo es porque algo ha funcionado mal en nuestro proceder, o que no se ha entendido, ya que dentro de una convivencia normal donde todo se puede hablar y llegar a una conclusión no tiene sitio el castigo, por que no es necesario. Si la ley establece unos límites racionales asumidos por todos, no tiene sentido establecer castigos ya que todos obedecen, porque no tienen necesidad de la trasgresión. O si no hay más remedio por alguna razón especial, esta puede permitir dentro del consenso, la excepción (por ejemplo cambiar el horario por una fiesta especial)

Veamos un ejemplo:
M no quiere lavarse los dientes después de cenar. En principio podría entenderse esta conducta, como un reto o un cuestionamiento de una norma, que él no ha seguido nunca en su casa, pero que la institución le exige. En ese caso habrá que explicarle de nuevo la norma sanitaria y las consecuencias que para su salud, puede tener. Además dice que ayer le riñeron porque terminaba pronto y lo hacía mal. Aquí hay otro elemento en el que el niño se siente cuestionado, ya que han dicho que las cosas las hace mal, de aquí su rebelión. Entonces tendremos que tratar de subirle su autoestima, explicándole como tiene que hacerlo, que si lo hace rápido no sirve de mucho, etc... Si es posible lo acompañaremos, estando con él... También nos dice, que cuando se lavaba los dientes recuerda los gritos de su padre hacia su madre, cuando venía bebido. Es un ejemplo de lo que se puede esconder en una negativa, puede parecer exagerado pero cuando usamos las orejas para escuchar, aparecen todas estas cosas, puede que en los momentos menos oportunos, entonces creo que la función del educador, en estos casos, se hace especialmente noble e importante y hace que nos podamos sentir orgullosos. La otra opción es castigarlo porque no se quiere lavar los dientes. Es más fácil, no nos contará nada porque no hemos abierto ese canal de comunicación, de expresión de su malestar, pero puede que la tarea de educador sea más fácil así. En este caso más que educador tendría que llamarse: adiestrador, guardián, no sé, otra palabra, por que no se está ejerciendo la educación como tal.

La historia termina preguntando M. a la educadora que estaba con él, ya que era otra la del día anterior, si le iba a acompañar a lavarse los dientes. Había conseguido más atención, más cariño y quería mantenerlo, la educadora lo acompañó, pero se fue antes de que acabara, cuando vio que no tenía miedo, haciéndole comprender que también tenía que estar con los otros niños.

Autor: Juan Ig. Martínez (publicado para los educadores de un centro de menores, marzo de 2011)